El pueblo estaba relativamente tranquilo, las calles de Casabianca estaban solitarias. Es un día jueves en la mañana, no se advierte ningún acontecimiento digno de mencionar. Esther Julia, la Mica, barre el parque, el ñato Valencia, acurrucado en una esquina con su caja de embolar, pero los muchachos del pueblo, no se veían por ninguna parte. Fabio Gómez y Augusto Giraldo, pareciera que estaban juiciosos en sus casas.
De pronto vi asomar a Faustino Murillo, cabalgando en su caballo colimocho, blanco salpicado, el mejor para vaquería en la región. Acompañado de Beto Betancourt y otros amigos de vaquería, montando sus corceles, iban rumbo a los potreros donde pastaban los novillos que sacrificaría don Octaviano Marín en el matadero municipal.
Fue cuando comprendí el motivo por el cual no se veían en las calles, los muchachos.
Claro, estaban planeando formar gritería cuando los novillos entraran a las calles del pueblo y estos se asustarían, reventarían las sogas, así comenzaría la gran fiesta de los jueves, en Casabianca.
Cuenta Fabio “estábamos preparándonos para la faena de todos los jueves, acompañar a los vaqueros al traslado de las reses desde la manga de ferias al matadero. Lo que se convertía en un día de fiesta, para la mayoría de los habitantes de nuestro querido pueblo”.
Bonita ayuda! Cuando los muchachos empezaban a gritar, los novillos reventaban las sogas que los llevaban atados y huían a los potreros circunvecinos.
Qué gran trabajo para los vaqueros volver a enlazar esos novillos y conducirlos al matadero.
Dice Fabio que las amas de casa se asomaban en los postigos de sus ventanas, para ver correr los novillos, que los comerciantes entrecerraban las puertas de sus negocios, los funcionarios públicos asomados en los balcones de la casa consistorial y los más arriesgados en las esquinas de la plaza, o en el atrio de la iglesia.
Esto era apenas el comienzo de la fiesta, que se prolongaba todo el día, pues eran cuatro o cinco los novillos que conducían al matadero todos los jueves.
Agrega Fabio que Faustino era quien cabalgaba adelante, con su soga asida al cacho de su montura y atrás sus hijos, Mario y Fabio con sus sogas templadas para no permitir que el novillo cogiese ventaja, también iban escoltando Ernesto y Rafael, todos ellos vaqueros con experiencia.
Cuenta Fabio, que eran reses con un peso de más de quinientos kilos.
Cuando un animal de estos reventaba las sogas, era un peligro, los muchachos gritaban, la gente corría y no faltaba alguien arriesgado que desde un portón de una casa le mostrara un poncho al novillo, para distraerlo o ganar aplausos. Mientras tanto los vaqueros luchaban por enlazarlo de nuevo.
Todos los jueves se celebraba esta fiesta, con los toros que llevaban para el matadero.
Cuenta Fabio que en los jueves de fiesta brava sucedieron varios accidentes.
Don Antonio Hincapié, que en aquel entonces fungía como mediquillo, tinterillo e industrial. Pues tenía una fábrica de Jabón en el pueblo, resultó con una pierna rota, huyendo de uno de los toros.
También resultó herido Nery Mejía, según relato de Fabio.
El viernes, amanecía todo en calma, los muchachos juiciosos estudiando en el colegio. El pueblo se agitaba cuando llegaba el correo de Villa Hermosa, municipio cercano a Casabianca. La correspondencia la llevaba un personaje muy popular a quien llamábamos Guerebe, era el cartero de Correos Nacionales.
En la tarde llegaban los paramunos, eran los campesinos que tenían sus fincas cerca al nevado del Ruiz, se les llamaba Paramunos. Traían sus bueyes cargados con papa, hortalizas, quesos y mantequilla.
En la noche, el pueblo se animaba, las cantinas y cafés abrían sus puertas y la música de carrilera se escuchaba por todas partes.
Un fin de semana agitado en el pueblito que hoy recordamos con nostalgia. Allí quedó nuestra heredad y en las noches se escuchan los recuerdos de los muchachos, que hoy son profesionales y disfrutan la añoranza de una época.
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